Carta a los reyes magos europeos

Esta mañana, paseando de compras navideñas con mi hermana y dos de mis primos, nos hemos parado en un estanco porque ella está con la fiebre ludópata, tras descubrir hace poco el juego del euromillón (creo que se llama así). Nunca había jugado antes a un juego de azar de estos del estanco, ni siquiera una miserable quiniela, posiblemente porque odio el fútbol. Poco después, con las compras hechas, hemos parado en una cafetería a hacer planes presupuestarios para la semana que viene, cuando consigamos los 44 millones de euros de bote. Con los once millones que seguro nos tocarán a cada uno tendremos para invitar a unos cuantos amigos a algún viaje, invertir en una empresa rentable para vivir de renta toda la vida y comprarnos cada uno el capricho consumista que queramos. No voy a desvelar los caprichos de mis familiares ya que no son ellos los que escriben esto, pero yo he optado por el permiso de vuelo (que no es barato que conste, no es como sacarse el carnet de moto), un avioncillo monomotor, con autonomía suficiente para llegar a las Baleares por lo menos, y, ya que estamos por pedir, un hangar propio en el aeródromo de Benicàssim y equipo seguro de paracaidismo :D

Como veis, no pido mucho. El resto del dinero no sé donde lo meteré, seguramente dejaré algo en Greenpeace, o me haré yo mismo un activista, ya que eso de trabajar teniendo once millones ni lo pienso. Tendría que dejar algo para dar la vuelta al mundo claro, pero seguro que hay bastante. Pues al pagar los cafés me he dado cuenta que de mi cartera no rebosaban billetes de quinientos euros y, al salir a la calle, mi estúpida sensación de millonario se la ha llevado la primera ráfaga de viento helado. Qué le vamos a hacer, al menos puedo permitirme el regalo del amigo invisible para la noche del 24, un café calentito un sábado por la mañana y un gracioso pasatiempo de estanco para una charla de cafetería.